martes, octubre 10, 2006

Triste, solitario y final (A mi padre).

A veces duele tu ausencia. Siento que te quedaste agarrado bien fuerte de un recuerdo y te quedaste ahí. Mascando bronca e impotencia. Estás en el rincón del panóptico, con el control remoto como única arma y la angustia dibujando una nueva paranoia. Imagino esa angustia ácida, metálica. Los cuartos de la casa vacíos. La radio y la tele tratando de ganarle al silencio. ¿Cómo es comer frente a una silla vacía? ¿Cómo es esperar durante todo el día que por lástima uno o dos amigos se dignen a llamar? ¿Cómo se siente que tus palabras ya no pesen, que hables sin decir nada? Duele imaginarte, Papá... Triste, solitario y final. Duele que ni siquiera la sonrisa de tu nieta, esa que todavía no conocés, pueda cambiar eso. Jode que para vos no sea posible sumar, que siempre en tu lógica mental haya que dividir o restar. Sé que te resulta imposible estar ahí, sin ser el centro de la foto. Sé que te jode la vejez y te jode no poder algunas cosas que yo puedo. Lo loco es que a mi también me molesta que seas tan frágil, tan mortal. No quiero resignarme al "dejálo está viejo, no le hagas caso". ¿A dónde te fuiste, Papá? ¿A dónde se fue el papá con el que miraba los dibujitos, el que me compraba los alfajores Lola cuando volvía del trabajo, el zurdo de los partidos de fútbol, el de la complicidad en la mirada? ¿Cómo es que te volviste tan egoísta, tan iracundo, tan oscuro? Triste, solitario y final. Seguís solo en un departamento premiado por no se que colegio de arquitectos, con tu auto japonés, sin asumir tus derrotas, tus soledades, tus pérdidas. Sé que secretamente deseas ese cáncer al que tanto le temés. Que esperás que esta vez te libere de la angustia. Espero que cambies, que recapacites. Pero, te soy sincero, no tengo mucha fé. El tiempo pasa. Y cada vez me resulta más cierto aquello de que "las cosas se arreglan para adelante". A veces hasta me sorprendo alegrándome por tu ausencia, sintiéndo que todo lo que no sume, es mejor dejarlo a un costado. Aunque se trate de mi propio padre a quien quiero tanto.

viernes, octubre 06, 2006

Adoro la Teletransportación







Las noticias científicas me resultan generalmente una pérdida de tiempo. Me aburren sus tecnicismos. Sus explicaciones que hacen complejo lo sencillo. Sin embargo, de tanto en tanto, me detengo ante algún titular. En el día de hoy, encontré en el diario Clarín, uno que parecía más que interesante: "Exitosa prueba de teletransportación".

El texto, o cuerpo de la nota, decía lo siguiente:

Por primera vez, un grupo de científicos consiguió teletransportar medio metro un objeto minúsculo pero visible al ojo humano, utilizando luz y materia. El logro, anunciado ayer en la revista Nature, corresponde al equipo del profesor Eugene Polzik, del Instituto Niels Bohr de la Universidad de Copenhague (Dinamarca), junto con el Max-Planck Institut for Quantum Optics de Alemania.

"Este es un paso más allá, puesto que es la primera vez que se emplea en teletransportación tanto la luz como la materia —explicó Polzik al diario español El Mundo—. La primera lleva la información, y la otra sirve de contenedor para la misma".

"La teletransportación de dos átomos simples ya se hizo hace dos años, pero a una distancia de una fracción de un milímetro —recordó Polzik—. Nuestro método permite la teletransportación entre distancias mucho mayores, gracias a la utilización de la luz en el proceso".

A medida que iba avanzando en la lectura, me iba imaginando recorriendo la distancia de la oficina a mi sillón en un segundo. Visitando el mundo entero en un día. Pero no. El último párrafo de la nota se encargó de cachetearme, de despertarme:

Si bien la teletransportación siempre se asocia a la ciencia ficción, este tipo de investigaciones no están dirigidas a que una persona pueda aparecer instantáneamente en un lugar distante, sino a la transferencia de información cuántica. Esto permitiría construir computadoras hiperpoderosas, tanto como elaborar sistemas superseguros de encriptado de información.

La puta madre!!! En lugar de más confort o más descanso, más trabajo y más paranoia!! Cómo dice la canción "Mi guitarra y vos", de Jorge Drexler: "La máquina la hace el hombre y es lo que el hombre hace con ella."

lunes, octubre 02, 2006

La princesa y el juego

Yo era niño y con mi familia nos habíamos ido de vacaciones a Río. El carnaval carioca era la alegría por venir. Sin embargo, lo que más recuerdo de ese viaje es otra cosa: una pelea. Salvaje, brutal, un chico de no más de 7 u 8 años, esgrimía un palo más grande que su propio cuerpo. Y otro chico más chiquito corría, tratando de evitar el golpe.

Años más tarde, privilegios de chico de clase media, volvimos a Brasil. Pero a Foz de Iguazú. Tampoco la tierra colorada fue lo que más me fascino de ese viaje. No fueron las cascadas las protagonistas principales de mis recuerdos subsiguientes. Lo que no puedo olvidar de Foz es el grupo enorme de chicos, algunos de ellos muy chicos, que nos intentaban vender cajas de garoto en la frontera. ¡¡Compre Garoto, Compre!! ¡¡Pog-fa-vó Compré Garoto, Compre!!, decían. Se trataba de los Meninos da Rúa.

Una vez llegado a la argentina, esos recuerdos se diluían. Parafraseando a Bertolt Brecht, a mi no me importaba porque yo no era brasileño, ni pobre, y ya estaba dejando de ser niño. Argentina era el país de la primavera democrática. Acá -si eras de clase media acomodada- se comía, se curaba y se educaba. Los chicos de la calle, la versión local de aquellos meninos da rúa, era algo que casi no se veía. El lugar de los chicos era la casa o el colegio. A lo sumo la calle era un lugar de juego.

Al poco tiempo, muy lentamente, todo eso cambió. Comenzaron, poco a poco, a formar parte del paisaje urbano. Sin un hogar, sin un plato de comida, sin un nombre. No eran Juan, Pablo o Lucía. Eran los chicos de la calle. Una forma de nombrarlos sin nombrarlos, de hacerlos lo más abstractos posibles. Sin nombre, se sabe, es más sencillo ignorarlos. Era común ver alguno de ellos, suelto por la ciudad como el Chiquilín de Bachín del tango. Sólo se los veía en grupos en las estaciones de tren, en alguna plaza. Todos los "no-lugares" eran "sus" lugares. La mayoría de ellos pedían para comer. Todavía eran pocos, no molestaban.

Ya en los 90´s, mientras la pobreza crecía a la par de los robos y la droga, se fueron volviendo un blanco más fácil de la crítica de las doñas rosas de Neustadt. "Son chorritos", "Hay que matarlos de chicos". "Están drogados, no ves... Todo el día con la bolsita". "Sinvergüenzas". Frases que la mayoría de nosotros escuchamos alguna vez.

Actualmente, ya son una legión. Es común verlos en cualquier calle, luqueando -pidiendo dinero-, vendiendo cosas en el subte o el tren, mangueando comida en los bares de las estaciones, haciendo bardo por la calle, aspirando las bolsitas del pegamento o fumando paco para evitar sentir el hambre o el frío al que los condenamos. ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo se volvió normal? ¿Cómo es que un chico chiquito labure o manguee, nos parece normal? ¿Cómo es que resulta lógico el miedo a un chico? ¿Por qué no hay sonrisas en sus caras? ¿Por qué sus ojos revelan tanta adultez a veces?

Hoy, cuando venía a laburar, después de haber pasado un fin de semana de festejo por el primer año de vida de mi hija Luna, me tomé el subte. Y aprovechando la escacez de gente que había en el vagón, una princesa en situación de calle, jugaba a dar vueltas alrededor de los parantes cercanos a la puerta. O se impulsaba contra el suelo de cada estación cuando estaba por frenar el vagón. O intentaba atrapar una anilla saltando desde el último asiento. Jugaba y reía. Y fue extraño.

Yo tanteaba mi bolsillo en busca de monedas. Esperaba que me venga a pedirme una moneda para comer. Para ella o para sus hermanitos. Esperaba que me deje un almanaque, o una fotocopia escrita en la mano, tarifando la caridad. Pero las estaciones pasaban y eso no ocurría. Ella seguía jugando y alegre, me mostraba sus piruetas. Quería divertirme. Mostrarme sus habilidades. Yo pensaba que de haber nacido en otro lugar, ella sería una futura medallista olímpica. Y me reía a carcajadas con sus piruetas dedicadas. Asombrado de esa pioja y su alegría, bajé en la estación Acoyte y la nena seguía jugando. "Chau, princesa", le dije cuando bajaba. Ella río. Que tuviera esa alegría, esa pureza, que el juego formara parte de sus cosas, era un buen indicio. Tal vez no todo estaba perdido para ella. Y me alegré, mucho. El mundo parece más lindo cuando las chicas de la calle son princesas. Y cuando el trabajo o la mendicidad no le ganan a sus juegos.