lunes, octubre 02, 2006

La princesa y el juego

Yo era niño y con mi familia nos habíamos ido de vacaciones a Río. El carnaval carioca era la alegría por venir. Sin embargo, lo que más recuerdo de ese viaje es otra cosa: una pelea. Salvaje, brutal, un chico de no más de 7 u 8 años, esgrimía un palo más grande que su propio cuerpo. Y otro chico más chiquito corría, tratando de evitar el golpe.

Años más tarde, privilegios de chico de clase media, volvimos a Brasil. Pero a Foz de Iguazú. Tampoco la tierra colorada fue lo que más me fascino de ese viaje. No fueron las cascadas las protagonistas principales de mis recuerdos subsiguientes. Lo que no puedo olvidar de Foz es el grupo enorme de chicos, algunos de ellos muy chicos, que nos intentaban vender cajas de garoto en la frontera. ¡¡Compre Garoto, Compre!! ¡¡Pog-fa-vó Compré Garoto, Compre!!, decían. Se trataba de los Meninos da Rúa.

Una vez llegado a la argentina, esos recuerdos se diluían. Parafraseando a Bertolt Brecht, a mi no me importaba porque yo no era brasileño, ni pobre, y ya estaba dejando de ser niño. Argentina era el país de la primavera democrática. Acá -si eras de clase media acomodada- se comía, se curaba y se educaba. Los chicos de la calle, la versión local de aquellos meninos da rúa, era algo que casi no se veía. El lugar de los chicos era la casa o el colegio. A lo sumo la calle era un lugar de juego.

Al poco tiempo, muy lentamente, todo eso cambió. Comenzaron, poco a poco, a formar parte del paisaje urbano. Sin un hogar, sin un plato de comida, sin un nombre. No eran Juan, Pablo o Lucía. Eran los chicos de la calle. Una forma de nombrarlos sin nombrarlos, de hacerlos lo más abstractos posibles. Sin nombre, se sabe, es más sencillo ignorarlos. Era común ver alguno de ellos, suelto por la ciudad como el Chiquilín de Bachín del tango. Sólo se los veía en grupos en las estaciones de tren, en alguna plaza. Todos los "no-lugares" eran "sus" lugares. La mayoría de ellos pedían para comer. Todavía eran pocos, no molestaban.

Ya en los 90´s, mientras la pobreza crecía a la par de los robos y la droga, se fueron volviendo un blanco más fácil de la crítica de las doñas rosas de Neustadt. "Son chorritos", "Hay que matarlos de chicos". "Están drogados, no ves... Todo el día con la bolsita". "Sinvergüenzas". Frases que la mayoría de nosotros escuchamos alguna vez.

Actualmente, ya son una legión. Es común verlos en cualquier calle, luqueando -pidiendo dinero-, vendiendo cosas en el subte o el tren, mangueando comida en los bares de las estaciones, haciendo bardo por la calle, aspirando las bolsitas del pegamento o fumando paco para evitar sentir el hambre o el frío al que los condenamos. ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo se volvió normal? ¿Cómo es que un chico chiquito labure o manguee, nos parece normal? ¿Cómo es que resulta lógico el miedo a un chico? ¿Por qué no hay sonrisas en sus caras? ¿Por qué sus ojos revelan tanta adultez a veces?

Hoy, cuando venía a laburar, después de haber pasado un fin de semana de festejo por el primer año de vida de mi hija Luna, me tomé el subte. Y aprovechando la escacez de gente que había en el vagón, una princesa en situación de calle, jugaba a dar vueltas alrededor de los parantes cercanos a la puerta. O se impulsaba contra el suelo de cada estación cuando estaba por frenar el vagón. O intentaba atrapar una anilla saltando desde el último asiento. Jugaba y reía. Y fue extraño.

Yo tanteaba mi bolsillo en busca de monedas. Esperaba que me venga a pedirme una moneda para comer. Para ella o para sus hermanitos. Esperaba que me deje un almanaque, o una fotocopia escrita en la mano, tarifando la caridad. Pero las estaciones pasaban y eso no ocurría. Ella seguía jugando y alegre, me mostraba sus piruetas. Quería divertirme. Mostrarme sus habilidades. Yo pensaba que de haber nacido en otro lugar, ella sería una futura medallista olímpica. Y me reía a carcajadas con sus piruetas dedicadas. Asombrado de esa pioja y su alegría, bajé en la estación Acoyte y la nena seguía jugando. "Chau, princesa", le dije cuando bajaba. Ella río. Que tuviera esa alegría, esa pureza, que el juego formara parte de sus cosas, era un buen indicio. Tal vez no todo estaba perdido para ella. Y me alegré, mucho. El mundo parece más lindo cuando las chicas de la calle son princesas. Y cuando el trabajo o la mendicidad no le ganan a sus juegos.